Por Carlos González.

*Las negritas son de De Monitos y Risas

La relación entre madre e hijo es especial; y durante los primeros años la separación es dolorosa para ambos. Bueno, no sé si la separación deja alguna vez de ser dolorosa para la madre…

¿Por qué siempre “madre e hijo”? No, no estoy olvidando el importante papel del padre, ni mucho menos participando en una obscura conspiración para mantener a las mujeres en sus casas. Para hablar con absoluta propiedad, cada niño establece una relación especial con una “figura de apego primario”. Esa figura puede ser el padre, o la abuela, o hasta la monjita del orfanato. Pero en todo caso sólo es una, y casi siempre es la madre. Como “figura de  apego primario” es largo y feo, en lo sucesivo diré simplemente “madre”.

A partir de su relación con la madre, el niño establecerá más adelante otras relaciones con otras figuras de apego secundarias: padre, abuelos, hermanos, amigos, maestros, novio, compañeros de trabajo, jefes, cónyuge, hijos… Cuanto más sólida y segura es la relación con la madre, más sólidas y seguras serán las demás relaciones que el individuo establezca a lo largo de su vida.

Esta relación entre madre e hijo se mantiene por una serie de conductas de apego instintivas, tanto en una como en otro. La conducta del recién nacido es completamente instintiva, aunque con el tiempo va aprendiendo a modificarla en el sentido que marcan las pautas sociales. La conducta de la madre es en gran parte aprendida; pero por debajo siguen estando unos sólidos instintos. No cuida usted a sus hijos porque se lo hayan explicado en el curso de preparación al parto, ni porque se lo inculcaran en el colegio, ni porque lo recomienden en revistas como esta… hace millones de años, las mujeres (o lo que había antes) ya cuidaban a sus hijos, y la prueba es que todavía estamos aquí. Ningún niño puede sobrevivir si alguien no le cuida, protege y alimenta durante largos años, con infinita dedicación e infinita paciencia.

Habitualmente, las creencias, costumbres y normas sociales van en el mismo sentido que el instinto, y no hacen más que matizarlo o encauzarlo. Pero cuando las normas nos obligan a vivir en contra de nuestros instintos surge un conflicto. Si alguna vez, en el cuidado de su hijo, se ha sorprendido a sí misma pensando algo así como: “Se me parte el corazón, pero hay que hacerlo”, o “Pobrecito, qué pena da, pero es por su bien”, probablemente es que está usted luchando contra sus más íntimos deseos.

Los niños pequeños no pueden consolarse con ese tipo de razonamientos. Sencillamente, cuando su instinto va por un lado y el mundo por otro, se enfadan muchísimo.

 

La reacción a la separación

Tanto la madre como el niño muestran, decíamos, una conducta de apego, una serie de actividades tendentes a mantener el contacto. La conducta de apego de la madre consiste en acercarse a su hijo, tomarlo en brazos, hablarle, hacerle carantoñas… La conducta de apego del niño, al principio, consiste en llorar y protestar. Más adelante podrá gatear o caminar hacia su madre. Funciona por el mismo mecanismo que la conducta alimentaria: cuando necesitamos comida tenemos una sensación desagradable, el hambre, que nos mueve a comer, y cuando comemos esa sensación desaparece y nos encontramos bien. Pues cuando madre e hijo se separan se sienten mal; el niño llora y la madre le busca. Cuando vuelven a encontrarse desaparece aquel malestar; madre e hijo se tranquilizan y dejan de llorar.

Cuando nuestras felices antepasadas sentían la necesidad de acercarse a su hijo, simplemente se acercaban. Probablemente sólo estaban separadas de sus hijos de forma ocasional y accidental. Aún hoy, una gran parte de las madres del mundo llevan a su hijo a la espalda durante todo el día, y luego duermen a su lado durante toda la noche. Las madres occidentales, y no sólo cuando trabajan fuera de casa, tienen muchas más oportunidades para experimentar la ansiedad de la separación. En algunos ambientes, la madre que pasa mucho rato con su hijo es criticada; se insiste en que reserve tiempo para sí misma, para su marido, para actividades sociales (en las que, por supuesto, llevar a un bebé sería de muy mal gusto). La ansiedad de la madre que debe separarse de su hijo durante unas horas, para ir al teatro o al restaurante, es un tema habitual de las telecomedias: los complejos preparativos, las inacabables instrucciones a la canguro, las llamadas telefónicas, el precipitado regreso…

La reacción del bebé, por su parte, no está en principio mediada por factores culturales. El recién nacido se comporta igual ahora que hace un millón de años. Pero los niños aprenden pronto, y adaptan su conducta a las respuestas del entorno. Por ejemplo, un bebé al que sistemáticamente se ignora, al que nadie coge en brazos cuando llora, acaba por no llorar. No es que se esté acostumbrando, ni que haya aprendido a entretenerse solo, ni que se le haya pasado el enfado; en realidad, se ha rendido, se ha dejado llevar por la desesperación.

La intensidad de la respuesta a la separación depende de muchos factores:

1.- La edad del niño. Los menores de 3 años toleran mal las separaciones; los mayores de 5 años suelen tolerarlas bien.

2.- La duración de la separación. Las separaciones prolongadas (varios días seguidos sin ver a la madre) pueden producir un grave trastorno mental, el hospitalismo (así llamado porque era frecuente en niños hospitalizados cuando no se permitían las visitas), caracterizado por depresión y desapego afectivo.

Basta con una separación muy breve para desencadenar una conducta específica (“salgo un minuto de la habitación y se pone a llorar como si le estuvieran matando”). El método habitual en psicología para valorar la relación madre hijo, alrededor del año de edad, es el llamado “test de la situación extraña”. Consiste, básicamente, en que la madre salga de la habitación en la que está con su hijo mientras éste está distraído, dejándolo en compañía de una desconocida, permanezca fuera de la habitación tres minutos, y vuelva a entrar. El niño con un apego seguro, en cuanto nota la ausencia de la madre, la busca con la mirada, se dirige hacia la puerta, con frecuencia llora. Cuando la madre vuelve a entrar la saluda, se acerca a ella, se tranquiliza rápidamente y sigue jugando. Los niños con un apego inseguro o ansioso se clasifican en dos grupos: elusivos o evitantes (parecen tranquilos mientras la madre no está, y la ignoran deliberadamente cuando vuelve, disimulando su propia ansiedad) y resistentes o ambivalentes (se alteran cuando la madre no está, pero cuando vuelve se muestran agresivos con ella y tardan mucho en volver a la normalidad).

Mucha gente confunde fatalmente los síntomas: llaman “caprichoso” o “enmadrado” al niño que tiene una relación normal con su madre, mientras que elogian al que muestra un apego ansioso elusivo: “se queda con cualquiera”, “no molesta”, “se entretiene solo”…

Una separación de sólo tres minutos ya tiene un efecto claro, y la respuesta depende de la relación previa con la madre; de si el niño está acostumbrado a que le atiendan y le hagan caso, o a que le ignoren, o a que le riñan.

Las separaciones más largas y repetidas producen una reacción más intensa. Incluso los niños con un apego seguro pueden mostrar conductas evitantes o ambivalentes cuando la madre vuelve del trabajo. Pueden ignorarla, negándole el saludo y la mirada; o bien colgarse de ella como una lapa y exigir constante atención, o incluso mostrarse agresivos.

Es muy probable que alternen las tres conductas en rápida sucesión. Es importante que los padres comprendan y reconozcan que estas conductas son normales. No hay que tomárselo como algo personal, su hijo no ha dejado de quererla ni nada por el estilo. No está enfadado contra usted; está enfadado por su ausencia. Enfadarse con él, devolver el desdén con desdén o la ira con ira, intentar técnicas educativas para modificar la conducta del niño, no es más que una pérdida de tiempo. Ya que puede estar pocas horas con él, al menos dedique esas horas a prestarle atención y cariño, a demostrarle que le sigue queriendo igual aunque él esté enfadado. Tómelo en brazos, cómaselo a besos, juege con él, recarguen baterías antes de la próxima separación.

3.- La frecuencia de las separaciones. Tras una primera experiencia, el niño parece desconfiado, exige atención constante, como si vigilase a la madre temiendo que se vuelva a ir, y puede reaccionar aún peor la próxima vez.

4.- La persona que sustituya a la madre. Si es alguien a quien el niño conoce bien, que le presta atención y le trata con cariño, como el padre o la abuela, el niño puede soportar bastante bien unas horas de ausencia de la madre.

5.- La calidad de la relación previa con la madre. Entre los menores de tres años, los que tienen una mejor relación con la madre son los que más parecen sufrir con la separación; en el otro extremo, los niños desatendidos hasta bordear el abandono apenas reaccionan cuando su madre se va. Un observador muy superficial puede pensar que el niño está “tranquilo”, o incluso “feliz”; en realidad, lo que ocurre es que está tan mal que ya no puede estar peor; no pierde nada cuando se va su madre, y por tanto no le importa. Por desgracia, las madres escuchan a veces consejos como “no lo cojas en brazos, no le des el pecho, no juegues tanto con él… si se acostumbra, sufrirá más cuando tengas que volver a trabajar”. Pero así el sufrimiento es mayor, y desde el primer día; lo único que disminuye es la manifestación externa de ese sufrimiento. No, al contrario, dele a su hijo todo el cariño y todo el contacto físico que pueda, durante todo el tiempo que pueda. Que tenga el mejor comienzo.

Después de los tres años, y sobre todo de los cinco, ese buen comienzo da frutos manifiestos. Son entonces los niños que habían tenido una relación más intensa con su madre, más brazos, más contacto, más juegos, los que mejor se adaptan a la separación. Porque el cariño ilimitado de los primeros años les ha dado la confianza en sí mismos y en el mundo que necesitan para iniciar el camino de la independencia. Ahora sí que están contentos en la escuela, y es verdadera felicidad y no simple apatía, una felicidad basada en la seguridad de que su madre volverá y les seguirá queriendo.

La conducta de apego (el llanto y las protestas del niño separado de su madre) tiene un valor adaptativo. Es decir, a lo largo de millones de años, ha tenido un efecto, mantener juntos a la madre y a su hijo, efecto que ha favorecido la supervivencia de los niños y por tanto de los genes que regulan dicha conducta. Cuando la conducta de apego alcanza su efecto se refuerza; es decir, se repite con mayor intensidad y frecuencia. Cuando no produce efecto se debilita y puede llegar a extinguirse. El primer día que usted vaya a trabajar, será probablemente la separación más larga de su hijo desde que nació.

Hasta ahora, cuando él se encontraba solo, lloraba, y alguien aparecía en pocos minutos y le cogía en brazos; normalmente usted, a veces papá o abuela. Si el niño no se consolaba en pocos minutos con otra persona, usted siempre acaba por aparecer, tal vez tardaba media hora si había salido a comprar…
Pero hoy, haga lo que haga su hijo, usted no volverá en ocho o diez horas. En el mejor de los casos, si está con la abuela o con otra persona que le puede prestar atención exclusiva, esa persona vendrá a consolarle en pocos minutos. Si está en una guardería puede llorar durante mucho rato sin que nadie le coja en brazos; la cuidadora tiene ocho niños y sólo dos brazos. Los primeros días puede que su hijo llore bastante. Pero su llanto no tiene la respuesta esperada; mamá no vuelve. El niño aprende que, en determinadas circunstancias, llorar no sirve de nada, y poco a poco deja de hacerlo. Pero eso no significa que la separación ya no le afecte; las separaciones repetidas, recuerde, producen una angustia cada vez mayor, que no se manifestará mientras la madre está ausente, sino precisamente cuando la madre vuelve. Entonces las protestas del niño sí que tienen (por fortuna) la respuesta esperada.

Dicho de otro modo: el niño puede estar bastante tranquilo en la guardería, o con la abuela. Puede estar incluso, si tiene suficiente edad, contento y activo, jugando y riendo. Pero cuando vuelve a ver a su madre rompe a llorar, se le echa encima, se pega a sus faldas, grita, le exige brazos, se enfada con ella, le pega, vuelve a llorar… Lo que se suele llamar “ponerse muy pesado”.

Como de costumbre, algunas personas lo entienden todo al revés. Si en la guardería estuvo jugando, es que no le pasa nada. Y si, no pasándole nada, luego se pone a llorar, es que tiene cuento o hace teatro. Y si hace teatro precisamente con su madre es porque ésta se deja tomar el pelo y no sabe imponer disciplina, y él pretende hacer que se sienta mal, castigarla por haberse ido.

¿Qué debería hacer entonces el pobre niño para demostrar que sí que le pasa algo, que no es comedia? ¿Pasarse seis, ocho o diez horas seguidas llorando en la guardería? Por favor, nadie puede hacer eso, por grande que sea su dolor. Imagínese que acude al funeral de un buen amigo. Seguro que pasa un rato muy triste, y en algún momento busca el contacto de un amigo común, se abrazan y lloran. Pero al cabo de unas horas estará tomando un café, tal vez con ese mismo amigo común, y hablarán de cosas sin importancia, y sonreirá, y esa misma noche cenará y verá la tele, y al día siguiente irá a trabajar como si nada, y nadie en el trabajo sabrá que viene usted de un funeral, y alguien contará un chiste, y usted se reirá. ¿Significa eso que no le pasa nada, que su dolor no era sincero, que sólo hacía comedia? Pero no hace falta recurrir a ejemplos tan extremos, pues también la madre sufre cuando se separa de su hijo pequeño. ¿Acaso no se le partió el corazón cuando lo dejó por la mañana? ¿No ha pensado varias veces en él, qué hará, cómo estará, habrá llorado mucho? ¿No ha venido lo antes posible a recogerlo? Y, sin embargo, ¿no ha pasado la mañana trabajando normalmente, disimulando su dolor, hablando con la gente, sonriendo? Pues su hijo ha hecho lo mismo.

No es raro que el niño llore más a medida que va creciendo. A los 5 meses estaba tranquilo en la guardería, y tranquilo en casa. A los 14 meses llora cada mañana porque no quiere ir, y pasa las tardes de muy mal humor. Por un lado, como dijimos, la repetición de las separaciones aumenta la angustia. Pero, sobre todo, el niño de 5 meses no puede sentarse, no puede hablar, no puede gatear… sus posibilidades de expresar la angustia son menores, pero eso no significa que esté menos angustiado.

A veces, este cambio es relativamente brusco. Un niño que parecía bien adaptado a la guardería de pronto se resiste con uñas y dientes tras las vacaciones de Navidad o de verano. Creo que en estos casos influyen dos factores: por un lado, la relación con su madre ha mejorado mucho en esas semanas; ha sido tan feliz en su compañía que ahora la pérdida es más evidente. Por otro lado, los niños pequeños no comprenden muy bien eso de las vacaciones. Simplemente, se había acostumbrado a aceptar algo como inevitable, Mamá siempre se va a trabajar, y de pronto ve que no es inevitable. “Si la semana pasada se quedó conmigo, ¿por qué no puede quedarse también esta semana?”.

¿Con quién dejaré a mi hijo?

Si la madre tiene que ausentarse, para ir a trabajar o simplemente para ir a comprar el pan, alguien tendrá que substituirla (es muy peligroso dejar a un bebé o a un niño pequeño solo en una casa, aunque sea poco rato). ¿Qué características debería cumplir esa persona?

1.- Alguien que pueda dedicarle al niño tanto tiempo como le dedica la madre. Por supuesto que la madre no le dedica cada minuto de su tiempo: va al lavabo, habla por teléfono, prepara la comida… Pero cuando el bebé está despierto, pasa mucho rato mirándole a los ojos, diciéndole cosas, tocándole, cantándole… y también mucho rato saludándole desde lejos, diciéndole alguna cosa al pasar para mantener el contacto. Si el niño llora, la madre puede acudir en pocos minutos (a veces, en pocos segundos), y dejar cualquier otra cosa para tenerlo en brazos todo el tiempo que haga falta. La persona que la substituya, ¿tendrá tiempo material para hacer lo mismo?

2.- Alguien a quien el niño conozca. El padre es ideal, y la abuela (o el abuelo, que cada vez están más espabilados) u otros familiares también suelen serlo, si han tenido suficiente contacto previo con su hijo. Pero los niños no sienten “la llamada de la sangre”; si nunca ha visto a su abuela, es tan desconocida como cualquier otra persona.

Muchas madres intentan acostumbrar a su hijo a los biberones una semanas antes de volver al trabajo. Es un esfuerzo inútil, que suele conducir a la frustración (¿por qué iba a aceptar un biberón, si está allí el pecho de su madre?). No pierda el tiempo con eso; lo realmente importante es acostumbrarlo a la persona que le cuidará. Si va a ser la abuela, que venga o vayan a visitarla casi cada día. Si va a contratar a una cuidadora que venga a casa, contrátela con un par de semanas de antelación. Si va a llevarlo a la guardería, vaya con su hijo las últimas semanas.
Vaya con su hijo; esa es la clave. No estamos hablando de dejarlo solo con la canguro o en la guardería, y volver al cabo de una hora, y otro día al cabo de dos horas… Eso tal vez sea un poco mejor que dejarlo ocho horas de golpe; pero muy poco mejor. Lo que está haciendo en realidad es adelantar la separación en dos semanas, y desperdiciando parte del precioso tiempo que aún le queda para estar juntos.

No. Se trata de que la canguro venga a casa y estén las dos con su hijo, o de que vaya usted a la guardería y permanezca allí con él una o dos horas. Si su hijo conoce a la nueva cuidadora, o el nuevo ambiente de la guardería, precisamente cuando más angustiado está porque se ha separado de usted, es probable que asocie esas sensaciones desagradables al nuevo lugar o a las nuevas personas.

Vamos, que les cogerá manía. En cambio, las personas y lugares a las que conoció en momentos de felicidad (es decir, estando con usted) le traen recuerdos agradables que le ayudan a soportar la separación. Y también se abre camino en su cabecita una vaga idea de que “esta señora es amiga de Mamá, puedo confiar en ella”.

Es posible que aún queden guarderías en que no permitan la entrada de la madre. En mi opinión, la negativa a que la madre entre en la clase en cualquier momento que ella elija, y permanezca junto a su hijo durante todo el tiempo que ella desee, sería motivo suficiente para empezar a buscar otra guardería.

3.- Alguien estable. No es bueno que un niño pequeño pase de mano en mano. Tanto las abuelas como las guarderías suelen cumplir este requisito de estabilidad; pero si contrata a una canguro, asegúrese de que realmente piensa dedicarse durante años a cuidar de su hijo, y no está simplemente  buscando un empleo de verano.

4.- Alguien en quien pueda confiar plenamente. Que trate a su hijo con cariño y respeto, que jamás le haga daño. Del padre, de los abuelos, de los tíos, usted ya sabe, por experiencia de años, qué puede esperar. Pero dejar a su hijo en manos de una desconocida requiere un acto de fe, y este es otro motivo por el que conviene que no sólo su hijo, sino usted misma, conozca a esas personas durante un par de semanas, y valore durante horas su conducta hacia el bebé.

Por desgracia, de vez en cuando se descubren casos de malos tratos o abusos sexuales. No tenga miedo a parecer obsesiva o desconfiada; tiene usted todo el derecho del mundo a desconfiar, a pedir referencias, a hablar largo y tendido con esa persona y “examinarla” (“¿crees que es bueno cogerlos en brazos?” “¿qué harás cuando llore?” “¿y si no quiere la papilla?”). Al fin y al cabo, le está usted confiando su bien más preciado, su propio hijo, y en el momento en que es más vulnerable. Si no se atreve a dejarle a esa persona las llaves de su casa, las llaves de su coche o su tarjeta de crédito, ¿cómo se atreve a dejarle a su hijo?

La persona que cuide a su hijo debe tener también la madurez y experiencia necesarias. Una adolescente puede ser adecuada para hacer compañía a un niño de seis años mientras usted va al cine; pero cuidar a un bebé no es lo mismo.

Las opciones en la práctica

1.- Abuelos y otros familiares. Deben tener, por supuesto, ganas de encargarse de su hijo, y salud y fuerza suficiente para hacerlo. A veces vemos abuelas auténticamente explotadas, la palabra es dura pero real. En el otro extremo, algunas madres podrían dejar a su hijo con un familiar deseoso de cuidarlo, pero no se atreven por temor a parecer “aprovechadas”. En algunos casos, una forma de superar esta situación es pagar por el cuidado de su hijo, como pagaría si lo llevase a la guardería. Así puede obtener una buena atención para su hijo sin sentir que se aprovecha, y al mismo tiempo puede ayudar económicamente a unos abuelos con una pensión escasa o a una hermana en paro sin ofenderles.

2.- Alguien que venga a casa a cuidar a su hijo. Puede ser una amiga o conocida que necesite un trabajo. Para buscar a una profesional, una buena opción es a través de una guardería. Allí van las estudiantes de puericultura a hacer prácticas, y pueden recomendarle a alguna.

3.- Llevar a su hijo a casa de otra persona. En ocasiones, tres o cuatro amigas con niños de edades similares se ponen de acuerdo, una cuida a todos los niños mientras las otras trabajan, y comparten sus ganancias. En algunos países, los gobiernos facilitan y subvencionan estos arreglos. En España, algunos ayuntamientos, como el de Sant Feliu de Guixols, promueven un servicio de cuidadoras de niños, haciendo cursos de formación y dando a las cuidadoras un diploma.

4.- Llevar a su hijo a una guardería. En el momento actual, esta suele ser la opción menos recomendable, pues por desgracia la legislación española permite ocho niños menores de un año por cuidadora, y muchos más después del año, lo que es absolutamente incompatible con una atención adecuada. Incluso una persona cariñosa, experimentada y dedicada no tendrá tiempo material para cuidar a ocho bebés. Sólo en darles de comer y cambiar pañales se le pasará casi todo el tiempo. En Estados Unidos, la ley sólo permite cuatro niños por cuidadora, y muchos expertos consideran que eso es excesivo y que debería reducirse a tres.

El problema, por supuesto, es económico. Las guarderías no se inventaron para satisfacer una necesidad de los niños, sino una necesidad del sistema capitalista, que necesita el trabajo de los padres para mantener niveles de producción y consumo adecuados, y por tanto algo hay que hacer con los niños. En Bielorrusia, donde las madres disfrutan de una licencia de maternidad de tres años (recuerdo del sistema comunista), no hay guarderías. ¿Quién iba a querer instalar una?

Por lo tanto, el razonamiento no ha sido: “los niños necesitan tanto espacio, tantas cuidadoras, tantos materiales… todo esto cuesta tanto dinero, vamos a ver de dónde lo sacamos”, sino al revés: “disponemos de tanto dinero, vamos a ver para qué nos llega”. Y la cantidad de dinero disponible es sólo, por definición, una pequeña parte de lo que gana la madre, porque si no no le saldría a cuenta ir a trabajar. Y en nuestra sociedad las madres suelen ganar menos que los padres. Así que sólo llega para grupos sobrecargados a cargo de cuidadoras mal pagadas (las puericultoras de la guardería deberían ganar más que los profesores de universidad, puesto que están haciendo un trabajo más difícil, más delicado y más importante).

Esta aberración se extiende por toda la sociedad, contribuyendo a desprestigiar el cuidado de los niños: La hora de faenas domésticas se paga mejor que la hora de cuidado de niños (¿qué es más importante, que le dejen el suelo bien limpio o que atiendan bien a su hijo de un año?). La madre que toma la costosa (pues no cobra) decisión de dedicarse plenamente a cuidar a sus hijos durante meses o años no es más que una “maruja”, y muchos en su entorno se asombran o se compadecen de ella porque “no hace nada” o “renuncia a su carrera”. En cambio, la que trabaja fuera de casa “se realiza”, sea cual sea ese trabajo: escribir a máquina durante horas, meter sardinas en una lata o incluso cuidar a ocho bebés en una guardería.

Si necesita llevar a su hijo a una guardería, visite varias y compruebe cuántos niños hay en cada una, cómo les tratan, el carácter y la simpatía de las señoritas, si dejan entrar a la madre… Si trabaja lejos de casa, si tiene que pasar cada día una hora en el tren o el autobús, le conviene una guardería cercana a su lugar de trabajo: así puede estar una hora más con su hijo al ir, y otra al volver, y tal vez incluso visitarle a la hora del bocadillo.

¿Cómo recuperar lo perdido?

Ofrézcale a su hijo todo el cariño, el contacto físico y la atención que pueda durante todo el tiempo que pueda, por las tardes y en los fines de semana. Acepte su conducta como normal, reconozca que sus llantos, protestas y exigencias no son “caprichos” ni indicios de malcriamiento, sino pruebas de amor.

Muchos bebés parecen iniciar espontánemente un programa de “reducción de daños”. Mientras su madre no está, se pasan casi todo el rato durmiendo y no comen nada o casi nada, ni siquiera aceptan la leche que su madre se sacó y les dejó en la nevera. Luego pasan la tarde y la noche en danza y enganchados a la teta. Es agotador, pero al mismo tiempo un gran consuelo para la madre, que piensa “es como si no me hubiera ido, no me echó de menos porque estaba durmiendo”. Muchas madres que trabajan deciden meterse al niño en la cama por la noche; es la manera más fácil de satisfacer las necesidades de pecho y contacto de su hijo, y al mismo tiempo dormir lo suficiente para poder mantener la cordura. Recuerde, el meollo de la conducta de apego, lo que su hijo instintivamente necesita, es su presencia. Incluso una madre dormida le sirve, al menos por la noche. Ya ha tenido la tarde para mirarle a los ojos, hablarle, jugar con él… ahora puede dormir tranquila, que su hijo ya se tranquilizará solito cuando se despierte y la vea a su lado.

Bibliografía:

Bowlby J., Child Care and the Growth of Love. 2ª ed. Penguin Books, London, 1990

Small MF. Nuestros hijos y nosotros, Javier Vergara editor, Barcelona 2000

Jackson D.Three in a bed, the benefits of sleeping with your baby. Publishing, London, 1999

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contacto

Elena López

Asesora,

consultora y

formadora de Porteo

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