Autora: Ángela Boto
Publicado en EL PAIS SEMANAL el 30 de Septiembre de 2009.
Los expertos llevan años haciéndose una pregunta tan vieja como el hombre. ¿La persona agresiva nace o se hace? La respuesta es clave: en el origen de la violencia está la semilla para la paz. Quizá las caricias y el amor en la infancia podrían resolver este interrogante.
Los datos son cristalinos. Entre 2002 y 2006, las muertes de mujeres a manos de sus parejas aumentaron en España un 32,62%. Su maltrato, entre 2001 y 2005, un 143,67%. Entre 2000 y 2004, las agresiones a niños en el ámbito familiar crecieron un 108,67%. Las cifras del Centro Reina Sofía para el estudio de la violencia no incluyen las agresiones de hijos a padres, pero reflejan una realidad preocupante: el mayor incremento de la violencia se está produciendo en el seno de la familia.
«El Homo sapiens es el primate más violento del planeta contra la hembra de su misma especie y contra sus propias crías», escribe James Prescott en su artículo Cómo la cultura modela el cerebro y el futuro de la humanidad. Prescott, ex director del Instituto Nacional de la Salud y el Desarrollo Infantiles de EEUU (NICHD, en inglés) y actualmente director del Instituto de Ciencia Humanística, lleva años persiguiendo el origen neuronal de la violencia humana a través de estudios que analizan la conducta de los monos y las costumbres de diversas tribus de todo el mundo.
Y si se habla de violencia del sapiens sapiens, hay que añadir la que inunda cada mañana los diarios e informativos de todo el mundo. «La violencia humana equivale a lo que se conoce como agresión entre los animales», explica Manuela Martínez Ortiz, profesora de psicobiología de la Universidad de Valencia. «La diferencia radica en que los animales la utilizan para solucionar conflictos de territorio, reproducción, etcétera, pero entre ellos se encuentra sometida a numerosos límites que los humanos han perdido. Nosotros no reconocemos los signos de sumisión del oponente que indican el final de la lucha. No hay límite y se puede llegar a masacrarlo completamente».
Algo ha ocurrido en el camino evolutivo para que el humano tenga formas tan propias de agresión. La neurociencia, la psicobiología y el estudio antropológico de ciertas tribus han aportado pistas interesantes que permiten bucear en los posibles orígenes de la violencia. Y, por tanto, también descubrir las semillas de la paz.
Una vez más, las redes neuronales actúan de caja negra, almacenando claves para descifrar el comportamiento y sus orígenes. La primera constatación neurológica es que el cerebro de un homicida o de un suicida presenta diferencias llamativas en comparación con el de un individuo no violento. En las personas agresivas, los centros ejecutivos (los que modulan las reacciones impulsivas y que, a su vez, son las regiones más evolucionadas) están ralentizados e incluso pueden llegar a estar completamente desconectados. Por el contrario, las áreas más primitivas, donde se gestionan los miedos y las emociones negativas, están más activas.
La cuestión inmediata es si esas diferencias biológicas siempre estuvieron ahí, si un violento nace o se hace. Más de dos siglos atrás, el filósofo Jean-Jacques Rousseau decía: «No hay pecado original en el corazón. El cómo y el por qué de la entrada de cada vicio pueden ser delimitados». Parece que el pensador francés tenía razón. Con todo el arsenal científico en la mano, Debra Niehoff, neurocientífica experta en el asunto y autora de La biología de la violencia, afirma: «La mayor lección que hemos aprendido del estudio del cerebro es que la violencia es el resultado de un proceso de desarrollo, una interacción entre el cerebro y el entorno«.
El análisis podría dar para muchas páginas, pero comencemos por el principio, por el principio de la vida. Es aceptado por todos que las vivencias prenatales tienen una influencia fundamental en el comportamiento. Tras el nacimiento, con el cerebro en pleno desarrollo, las experiencias modelan aún más la arquitectura neuronal y, con ella, la personalidad del adulto. James Prescott sostiene que la violencia está íntimamente relacionada con el placer, o más precisamente con los circuitos cerebrales que dan la capacidad de gozar. En su opinión, las bases fundamentales para el arte del disfrute se adquieren a través del contacto físico y emocional con la madre, la primera fuente de amor. En esos primeros momentos se produce una asociación o disociación neuronal que quedará registrada en los circuitos en los que se gestionan el bienestar y el dolor. «Cuando no se toca y no se rodea de afecto a los niños, los sistemas cerebrales del placer no se desarrollan. La consecuencia de ello son unos individuos y una cultura basados en el egocentrismo, la violencia y el autoritarismo«, asegura Prescott.
Este investigador partió de los trabajos con monos de otros científicos (William Mason y Gershon Berkson) de referencia en esta área de la neurobiología. Se conocen desde hace décadas las consecuencias nefastas de la separación de la madre sobre el comportamiento y la salud de un individuo. Mason y Berkson vieron más tarde que los efectos negativos de la separación podían reducirse si los animales del experimento recibían un sucedáneo de madre: una estructura móvil de plástico con un recubrimiento similar a una piel. El movimiento resultó ser muy importante porque si la madre adoptiva no se movía, tampoco había efecto positivo. Este detalle llevó a Prescott a determinar que el balanceo materno (que comienza cuando la cría está en el útero) tiene una acción fundamental en el correcto desarrollo del cerebelo. Esta región controla la producción de dos neurotransmisores (noradrenalina y dopamina). Ambos, directamente relacionados con la hiperactividad, la adicción y la agresividad.
A continuación, Prescott quiso ver qué ocurre en humanos, y lo hizo estudiando las costumbres originales relativas al contacto madre-hijo de 49 tribus de todo el mundo. Tal como había predicho, los grupos poco afectivos con sus niños, y con muy poco contacto piel a piel, presentaron altos niveles de violencia en la edad adulta. Sin embargo, la agresividad era casi nula entre los pueblos que mantienen un contacto muy estrecho con sus hijos.
En lo que se refiere a las sociedades llamadas desarrolladas, Jay Belsy, director del Instituto para el Estudio de los Niños, las Familias y Asuntos Sociales del Birkbeck College (Inglaterra) y coautor de un gran estudio del NICHD de 2001 sobre las guarderías, sostiene que los datos del mencionado trabajo, los de sus estudios anteriores y posteriores, indican que los bebés y los niños pequeños que pasan más de 30 horas a la semana en una guardería desarrollan en la adolescencia y preadolescencia una mayor tendencia a ser agresivos, a pelearse y a acosar a otros. Las interpretaciones de los mismos datos son variadas. Algunos expertos son muy críticos con Belsy porque consideran que es un extremista y que exagera los resultados, además de ser un enemigo de los derechos de las mujeres trabajadoras.
Louis Cozolino, profesor de psicología de la Universidad de Pepperdine (EEUU) y autor de The neuroscience of human relationships (La neurociencia de las relaciones humanas), explica que «cuando no hay mucho contacto o existe una falta de cuidados es más probable que el cerebro desarrolle un sistema dirigido fundamentalmente por la adrenalina. Esto dará lugar a un tipo más violento, más agitado. Algo que tiene sentido desde un punto de vista evolutivo. Cuanto menos protegido esté un niño por sus padres, más agresivo tiene que ser para sobrevivir«.
La ecuación contraria es igualmente válida. En un entorno de afecto, contacto y amor se activan los circuitos neuronales de la serotonina, un neurotransmisor del bienestar. Dicho de un modo simple, el cerebro registra las experiencias vitales en forma de códigos químicos que crean algo así como un ambiente neuronal específico para cada individuo. Cada vez que interaccionamos con una persona nueva lo hacemos desde ese escenario cerebral que condiciona totalmente nuestra forma de percibir el entorno y la respuesta ante él.
Michel Odent, un conocido obstetra francés, no duda en afirmar que «se producirá una revolución en nuestra visión de la violencia cuando el proceso del nacimiento se vea como un periodo crítico en el desarrollo de la capacidad de amar». La primera hora después del nacimiento es clave para que la biología y la psique reciban una impronta básica contra la violencia, según el médico. La razón es la descarga masiva de una hormona conocida popularmente como la hormona del amor (oxitocina), que se genera en el momento del parto. Ésta desencadena la respuesta maternal y favorece la creación de un fuerte lazo entre madre e hijo. La afirmación de Odent sobre el desarrollo de la capacidad de amar procede de la constatación de que la oxitocina interviene en casi todos los aspectos del amor y del gozo, desde el carnal hasta el puramente fraternal o filial.
En relación con los distintos tipos de amor, Prescott hizo una curiosa observación en su estudio de los indígenas. De las 49 tribus, 13 escapaban a sus predicciones sobre la relación entre contacto físico en la infancia y violencia en la edad adulta. Buscando en las costumbres descubrió el elemento que faltaba: otras relaciones de amor en la adolescencia suplían lo que el entorno más cercano les había negado. Un hallazgo directamente relacionado con uno de los aspectos más fascinantes y prometedores del cerebro, su plasticidad.
«Biología no significa destino», asegura Niehoff. «El cerebro es flexible y puede reaprender. Tenemos herramientas para reducir la violencia creando un entorno seguro y de amor». Y esto es cierto incluso en casos de niños que han sufrido abusos graves en el seno de la familia. Si había alguien que les trataba con amor, que se ocupaba de ellos, y les mostraba que el mundo no era sólo agresión y violencia, se estimulaban los recursos personales para superar el impacto negativo de los abusos. Esto se conoce como resiliencia. «Se produce una transformación cuando alguien se ocupa de estos niños. La cuestión es cuánto tiempo el sistema (el cerebro) se mantiene plástico», dice Cozolino. Obviamente, la “prevención” parece más sencilla que la “reprogramación”.
Si el cerebro es flexible, el ADN también, si las circunstancias acompañan. A principios de los años noventa, en plena fiebre del “gen de X”, un equipo de científicos identificó el de la violencia. Se trataba del fragmento de ADN que produce una proteína encargada de degradar neurotransmisores como la serotonina y la adrenalina, conocida como MAO. Los investigadores sostenían que tener una versión poco activa del gen de la MAO significaba tener tendencia a la violencia.
Casi 10 años después, un estudio del King’s College (Londres) que siguió a más de 400 hombres desde su nacimiento hasta la edad adulta demostró que la presencia del gen no era suficiente para que una persona fuera agresiva. El interruptor de la violencia estaba en el exterior. Las personas que tenían el gen defectuoso y que sufrieron falta de atención o abandono emocional durante la infancia se convirtieron en adultos agresivos. Sin embargo, aquellos que también portaban una MAO poco activa, pero que vivieron en un entorno afectivo, escaparon a la predisposición genética.
Parece que las semillas de la paz están en nuestras manos. «La hipótesis es que una crianza adecuada en ausencia de estrés permite a nuestro cerebro desarrollarse de manera menos agresiva y emocionalmente estable. Creemos que este proceso permite a los humanos desarrollar más su potencial creativo», escribía en la revista Scientific American Martin H. Teicher, catedrático de psiquiatría de la Harvard Medical School (EE UU). O como sentencia Prescott: «La transformación de una cultura violenta en una de paz comienza por el individuo que en la infancia es colocado en un camino de aceptación en vez de en otro de rechazo».